Viernes 02 de mayo de 2025
Opinión

Y ellos se juntan (por Alejandro Vásquez Escalona)

En el bosque de manglares que bordea al lago, las larvas de camarones seguramente crecen similar a semillas de trigo…

Y ellos se juntan (por Alejandro Vásquez Escalona)
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En el bosque de manglares que bordea al lago, las larvas de camarones seguramente crecen similar a semillas de trigo en tierra abonada. Un pájaro carraspea una canción húmeda. Algunas garzas diseñan nidos para los polluelos que vendrán. Brisa salobre. Luz de amanecer. Celebración de vida.

El hombre bracea sobre la lengua de luz rojiza que mancha el agua al amanecer. Llega a la orilla. Se ve cansado. Pantalón vaquero (jean) azul. Franela negra. No lleva calzado. Corre hacia la casa con terraza desde donde se avistan unas instalaciones militares al otro lado del canal de navegación que separa la isla de tierra. Entra silencioso a la cocina de la vivienda. Una mujer sirve el desayuno. Un hombre desayuna. Al ver entrar al visitante lo mira con silencio extrañado de curiosidad, aún no se entera que su hijo no amaneció en casa. El viejo lo llama el hijo de Lindbergh. Papá, me escapé de la barraca militar. Me  reclutaron anoche, sostiene el muchacho. Piel blanca rojiza. Diecinueve años. Hiperquinético. Estruendoso, aunque ahora se muestra tranquilito. Cámbiese esa ropa para que desayune, le ordena el viejo. Se dirige al dormitorio. Sale con dos shores nuevos, se los entrega al muchacho y le extiende una suma de dinero suficiente para alimentarse tres semanas.

Afuera en el patio, se escucha el bramar del motor de un auto estacionado. El viejo, espera. E sale de la vivienda, entra al vehiculo. Se alejan del hogar. Recorren en el coche un trecho relativamente corto. Atraviesan el puente sobre el lago. Los manglares comienzan a llenarse de diversas aves lacustres. El muchacho no sale de su asombro. Su padre lo está devolviendo a la instalación militar de donde escapó. Bájate le expresa en tono más autoritario. E. Baja del vehiculo. Lo espera un militar.  

El sol incandescente del mediodía, resbala sobre las láminas de zinc de la vivienda de chapas descoloridas. Algunas de carteles publicitarios callejeros. Un perro famélico ladra sin mucha convicción de furia. Los ladridos suenan lastimeros. Adentro de la casa se siente una atmósfera espesa. Grisácea, a pesar que entra luz por una ventana de la sala. Un hombre de unos cuarenta y tanto años lanza alaridos que sobrevuelan fétidos de alcohol o crack de la noche anterior. Camiseta sudada tierra. Camina por toda la habitación. Gesticula violencia con sus brazos. Una niña de unos nueve años. Cabello negro opaco. Greñoso, se acurruca temerosa en un sofá marrón sucio.

El hombre de la camiseta como si explotara la calentura de su furia, se abalanza contra la niña. La sujeta del cabello. La lanza contra el pavimento. La agarra del hombro y la golpea implacablemente. Terminado el castigo, la niña de piel moreno cobrizo se sienta sobre el piso como un escombro violentado. En un ojo las lágrimas le opacan la visión. En el otro solo habita oscuridad con dolor intenso. Ella no ve la sangre. Ésta mañana regresó de la calle con poco dinero. Si fuese en un film de terror, un cuervo negro, gargarearía desde el tejado.

E. recoge botellas vacías, colillas de cigarrillos, papeles sueltos tirados en el patio del cuartel militar. Es la orden del día. Desempioja su cerebro en búsqueda de una salida para escapar nuevamente de la milicia. Recuerda el dinero que le cedió su padre. Está convencido que por la plata baila el perro. Sabia filosofía paterna. En la mañana invitó un café de la cantina militar a un cabo que hace de furrier (oficinista). Se cerciora que el centinela del patio esté distraído y hábilmente entra a la oficina.

Bosteza el día. La noche lo tiñe de oscuro leve. Un grupo de chicos reclutados en la barraca militar, abandonan las instalaciones. Alegres salen a la calle. Llevan una especie de chapa roja en el pecho, adherida a sus camisas.  Los soldados de verde le gritan podridos, podridos, a sus espaldas.

Es noche sucia de oscuridad. Casi ausencia de bombillas callejeras. Comienza la noche. La niña de cabello opaco todavía persiste en limosnear para comer, dice. Su madre hace lo mismo en la otra acera. A veces, Tarzán las protege de agresiones. De abusos urbanos. Hombre rudo. Alto. Uñas larguísimas como de monje atolondrado. El busca su vida también entre el océano de inmundicias humanas. La protege porque sí. Madre e hija saben que una jornada provechosa de colecta de dinero suplicado, es sinónimo de ausencia de gritos. De patadas en el trasero. Pasaporte al ron de baratija. A Desperdicio o rupia de cocaína. A Celebración de muerte. A hogar maquillado de calma.

Un hombre de unos sesenta y cortos años consume ron con hielo. Alivia el sabor a yodo del licor con agua de papelón. Tragos alternados. La mujer de piel morena cobriza escucha atenta. Después habrá espacio para narrar su historia de vida. El licor ayodado, hace soltar la palabra perdida. Olvidada.  Su ojo izquierdo es una laguna de agua estancada sin oxígeno. Almacén de sombras. Tiene unos cuarenta y largos años. Ahora es pareja de E que surfea entre el ron y la conversa. Cuenta que una vez evadido del cuartel militar cercano con una chapa roja en su camisa, celebraba en un bar de la ciudad. En el lugar estaba el soldado que se la vendió. Al verlo, el militar se le acercó y le susurró, quítate esa verga del pecho, pendejo. Con ésta, marcamos a los conscriptos (muchachos reclutados para hacerlos soldados) que salen positivos de blenorragia en las evaluaciones médicas. Y carcajeo impunemente. También celebraba.

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